Sobre narcisismo, ciencia y extraterrestres
El 19 de Octubre de 2017, Robert Weryk, un joven astrofísico de la Universidad de Hawái en Mānoa, descubría el primer objeto interestelar dentro de nuestro sistema solar. Oumuamua, como finalmente fue bautizado, ha generado desde entonces profunda controversia en el ámbito científico, dada su excentricidad orbital (la mayor conocida hasta el momento) por un lado y el hecho de que, al pasar cercano al sol, su rumbo experimentó un aceleramiento pronunciado como si fuese un cometa que liberaba gases, pero sin justamente dejar la típica estela que a éstos caracteriza.
A partir de este último comportamiento, su inexplicable aceleración, mucho comenzó a discutirse dentro de las diferentes vertientes de la ciencia orientadas al espacio. La pregunta que hasta el momento desvela a muchos científicos es: ¿estuvimos por primera vez en nuestra historia frente a un objeto creado por una inteligencia superior? ¿Es ese extraño objeto alargado, con matices metálicos, algún tipo de nave de exploración proveniente de otros mundos?
Cuatro años más tarde, la controversia se mantiene, aunque otras coyunturas han ocupado la plana de los principales diarios del mundo. Incluso en el ámbito científico, otras prioridades, como la actual pandemia de Covid-19, han sido privilegiadas en detrimento del que quizá haya sido el mayor descubrimiento de la historia de la humanidad.
Sin embargo, este no es el caso de Avi Loeb, astrofísico de la Universidad de Harvard, de origen israelí, con ocho libros y más de 800 papers publicados de su especialidad, que ha lanzado una nueva publicación en la que afirma que Oumuamua es en realidad tecnología de alguna civilización extraterrestre.
Lejos estoy por mi parte de ser un astrofísico, aunque desde niño he seguido estos temas con profunda pasión. Sin embargo, tomo de los efectos que han causado en la comunidad científica las declaraciones de Loeb, un punto sobre el que quisiera profundizar.
Al momento de lanzar su nuevo libro, Loeb pidió a sus colegas abrirse a la posibilidad de que este objeto sea como él afirma, algo totalmente impensado hasta hoy. Su pedido no fue realizado desde una posición dogmática, sino que, por el contrario, “solo” se ha animado a solicitar la apertura mental que frente a evidencia aún controvertida todos esperaríamos del ambiente científico.
Sin embargo, en 1962 la publicación de “La estructura de las revoluciones científicas” por parte de Thomas Kuhn, dejó en claro que esa supuesta entrega plena por parte de los científicos a la búsqueda de la verdad, no era tal. Lejos de aquellos personajes de series y películas, los científicos en general, destacaba el filósofo estadounidense, son poco proclives a aceptar inmediatamente nueva evidencia y mucho más lejos están de tener esa actitud revolucionaria que por momentos se les supone. Por el contrario, el ambiente de la ciencia suele ser profundamente conservador, por la propia dinámica del sistema de incentivos. La publicación de papers, sin ir más lejos, implica la aprobación de pares que difícilmente acepten de buenas a primeras que un potencial competidor acceda a publicar material excesivamente extravagante o contrario a sus propias afirmaciones. Del mismo modo sucede con la búsqueda de becas o el posicionamiento como investigadores o docentes de importantes universidades. Todo aquello que resulta en el límite de lo conocido, experimenta naturalmente una resistencia al avance mayor. Al menos esto sucede así, afirmó Kuhn, hasta que el paradigma dominante es desafiado por tanta cantidad de evidencia que no tiene más remedio que caer. Es entonces cuando se sucede una revolución científica.
Aun así, la posición de Avi Loeb tendrá por delante un desafío mayor si Sigmund Freud estuvo en lo correcto en 1917. Según el psicólogo vienés, la humanidad había experimentado para aquel momento tres heridas narcisistas y cada una de ellas, había provocado enormes niveles de negación que retrasaron el avance de la ciencia y, por ende, del conocimiento.
La primera herida provino de Nicolás Copérnico quien postuló que la Tierra no era el centro del universo y que los astros no giraban en torno a nuestro planeta de residencia. La segunda provino de manos de Charles Darwin y su afirmación de que el hombre no tenía nada divino, sino que en resumidas cuentas, era un animal que había evolucionado como todos los demás. La tercera herida provino del propio Freud quien dedicó gran parte de su labor científica a demostrar que el hombre siquiera estaba en pleno control de sí mismo. La postulación del inconsciente fue entonces la que provocó la tercera herida a nuestro ego humano.
En tal sentido, si Loeb está en lo correcto, por delante no solo enfrentará la reticencia “normal” que tiene la comunidad científica a la aceptación de evidencia disonante con los postulados paradigmáticos, ya anunciada por Thomas Kuhn, sino también, la que deviene de tener delante de nosotros la herida narcisista tal vez más importante: el no ser ya los únicos seres inteligentes en este universo en el que vivimos.